lunes, noviembre 29, 2010

Obituario: Carlos Joaquín Pardo (1910-2010)



Cuando supe que mi abuelo estaba enfermo y no había querido ir a la oficina, entendí que estaba enviando un mensaje que tal vez pocos comprendimos: el centenario que iba a la oficina todos los días, que pedía taxis para ir en días de pico y placa y que había comprado un caminador para ir a la oficina porque ya sus pies no aguantaban, estaba renunciando a las ganas de vivir que siempre lo habían caracterizado.

La oficina estaba en silencio esos días. No se oía del otro lado una voz tenue pero firme diciendo “Gersey?” ni preguntando “ala, ¿y eso qué es?” cuando veía el computador que había en su oficina. Saber el significado de ese silencio me desesperaba, y me arriesgué a visitar a Carlos Joaquín y saludarlo.

En medio de las discusiones de sus hijos, saludé brevemente y me fui al cuarto donde mi abuelo estaba postrado. Inmóvil, casi inerte, entendió que yo había ido a saludarlo pero siguió acostado. Una segunda señal de su desdén a la vida que nunca se habría esperado de él.

Me pareció claro que él no se había enfermado sino que se había querido enfermar. Le importaban poco o nada las consecuencias que hubiera de lo que se firmara o lo que aceptara. Cuando dejaba abiertos sus ojos grisáceos más de diez segundos uno entendía que su brillo, el de él, se lo había entregado a Julita desde hace 80 años y que nadie lo iba a restaurar sino ella. Era claro que no buscaba nada más aquí sino allá, y que aunque en su cumpleaños de 95 años había alzado las manos en señal de triunfo y le decía hace tres meses a quien lo visitaba que cumpliría “la módica suma de cien años” con orgullo, nada de eso importaba ahora. El amor se había ido.

Yo estaba preparado a que me hablara durante dos minutos, como siempre, y que me agradeciera por visitarlo y me felicitara, como antes lo hacía, “por todo ese progreso”. Eso me habría tranquilizado y me habría ido de vuelta a la oficina, a su oficina, a terminar el día sin pensar mucho en la visita que hice.

No pasó así. No me dio dos minutos de cortesía para después despedirse. No reiteró su carácter fuerte y casi antipático cuando una conversación no le interesaba. Con eso supe que ya había decidido morir.

Mi abuelo me cogió la mano y la apretó. No el apretón de saludo sino el apretón fraternal, el de compartir un sentimiento que además de palabras necesita contacto físico. Las dos frases que dijo me dejaron inmóvil, y las memoricé porque ahí supe que las decía a manera de despedida: “"Espero que progreses en lo financiero y en lo espiritual para que puedas hacer una carrera paralela entre las dos: lo espiritual y lo físico".


Justo cuando supe que se murió me quedé pensando que no era algo inesperado. Que había estado bien mi despedida y agradecí que estuviera ya en paz y con su “chinita”. Llamé a mi papá y cuando colgué después de hablarle fue cuando entendí: la persona a quien me parezco más que a cualquier otro de su familia, el que me pagó la mitad de la universidad y después me reiteró mil veces que era bienvenido en su oficina por el tiempo que quisiera, y el que respondió que no le gustaba “enfriarse las patas” cuando le ofrecí un piso nuevo para reemplazar el tapete de treinta años que él tenía ahí, se había muerto. Ahí lloré.

Carlos Felipe Pardo, noviembre 29 de 2010.